clandestina

Había llegado desde Marruecos desde hacía cinco años.
La cara regordeta y los labios carnosos la delataban.
Le chispeaban los ojos y de la boca siempre le colgaba una gran sonrisa.
Emigró de su país y aún no se había aconstumbrado.
No tenía relación con nadie, mantenía sus creencias, ritos y sortilegios.

Deambulaba de un lado a otro sin parar, deambulaba sin destino y sin parar.
Por las calles, por la casa, por el hostal.
Iba y venía sin nada en la cabeza, sin prestar atención a las calles, los edificios, los parques...
Iba y venía mirando el teléfono.
Se paraba.
Se dejaba caer con la vista clavada en ese teléfono que no sonaba.

Miró por la ventana,
comprobó que era diciembre e intuyó que serían las cuatro y diez.
Y eso lo ha sabido sin mirar el reloj.
De pequeña siempre supo guiarse por el sol,
pero el sol no asomaba por la ventana,
sino fantasmas colgados de cables.

Se reclinó hacia atrás en el sillón de mimbre y,
mirando el aparato de música,
se le ocurrió que quién mejor que Aute a las cuatro y diez.

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